jueves, 11 de noviembre de 2010

Breve semblanza del Cid.



Semblanza del Cid:

Héroe patrio por excelencia, icono, entre otros, del franquismo, mucho se ha escrito sobre él.

El nuevo revisionismo impenitente de la historia, abre el debate de si héroe o villano, o si el mito del Cid tan manido era falso o sólo una proyección del antíguo régimen dictatorial, el Cid histórico, el del Cantar de Gesta, dechado de virtudes o de vicios.

No entraré en esa discusión, pero si quería traer una breve semblanza, a modo de pincelada, así que ahí queda:

Vio la luz hacia el 1.043 en Vivar, una pequeña aldea localizada a unos nueve kilómetros de la ciudad de Burgos. Su padre, Diego Laínez, era un famoso hidalgo de la época que había conseguido para Castilla las fortalezas de Ubierna, Urbel y la Piedra. Por tanto, Rodrigo nace en el seno de una familia de la nobleza menor castellana.
Don Diego se encontraba al servicio del infante don Sancho, primogénito del rey Fernando I de Castilla. El joven Rodrigo va creciendo rodeado por las situaciones que caracterizaban a un reino cuajado de intrigas y, muy pronto, goza de las simpatías del infante Sancho.
En 1.062, sin haber cumplido los diecinueve años, Rodrigo es alzado a la categoría de caballero. Desde entonces, su brazo y su espada servirán con absoluta lealtad a quien sería proclamado tres años más tarde rey de Castillas por fallecimiento del gran monarca Fernado I, el Magno.
En 1.066, el rey de Castilla nombra a Rodrigo Díaz de Vivar portaestandarte de los ejércitos castellanos, es decir, desde entonces don Rodrigo será alférez de Castilla, o lo que es lo mismo, jefe principal de la tropa. Fue en estos años cuando el nuevo abanderado de las huestes de castellanas se ganó a pulso el apelativo de “Campeador”. El sitio donde seguramente se hizo merecedor de este título fue en la guerra llamada de “los tres Sanchos”, que Castilla libraba por tierras aragonesas y navarras con el fin de asegurar sus fronteras del Este. En esos lugares don Rodrigo manejó con tanto ardor las armas que sus soldados le denominaron “campi docto” (maestro de armas en el campo de batalla).
Tras la brumosa muerte del rey Sancho a manos del caballero Bellido Dolfos durante el sitio de Zamora en 1.072, don Rodrigo se pone al servicio del nuevo monarca Alfonso VI tras hacerle jurar en la iglesia burgalesa de San Gadea que nada tuvo que ver en la muerte de su hermano Sancho II.
El desconfiado Alfonso VI nunca mantuvo buenas relaciones con don Rodrigo; la humillante jura de San Gadea y otros escenarios poco venturosos provocaron dos exilios para el Cid Campeador. En ambas ocasiones al burgalés no le quedó más remedio que ofrecerse como soldado de fortuna al mejor postor, situación que no enturbio su fama, más bien la acrecentó.
En 1.085 las tropas de Alfonso VI tomaban Toledo y los musulmanes movidos por la desesperación llamaban a sus hermanos africanos en busca de ayuda; ya nada sería igual en el Al-Andalus. Un año más tarde todo estalló con la entrada fulminante de los almorávides, norteafricanos fundamentalistas liderados por Yusuf.

Fotografía sacada de este enlace.

Entre tanto movimiento destaca la figura de don Rodrigo Díaz de Vivar, que estaría a la altura de tan tremendas exigencias históricas, pues pasó de ser héroe a villano sin perder su compostura caballeresca; de alférez a mercenario, sin olvidar la lealtad hacia su Rey, acudiendo a las llamadas de éste siempre que fuera necesario, olvidando rencillas y desaires pasados.
Combatiendo como mercenario al servicio de la taifa zaragozana se ganó a pulso el apelativo de “Sidi” (Señor), al conseguir la victoria en más de cien combates durante cinco años. Tras esto dirigió sus tropas hacia Valencia, ciudad que conquistó en 1.094.
Desde la ciudad del Turia la alargada sombra del Cid se extendió por todo el levante hispano. Finalmente se reconcilió con su querido rey Alfonso VI y pudo ver como sus hijas, Cristina y María, se unían a los linajes reales de Navarra y Barcelona. En 1.099 contrajo unas mortíferas fiebres que le arrebataron la vida a los 56 años de edad.
Alfonso VI unificó definitivamente el reino de su padre Fernando, lo ensanchó por toda la Península Ibérica y únicamente el poder almorávide fue capaz de frenar una total conquista del Al-Andalus a cargo de los castellanos. Finalizaba el siglo XI con una Castillas más fuerte que nunca, un Aragón en expansión, Navarra menguada por el avance de los anteriores y los Condados catalanes permaneciendo a la expectativa.
La ciudad de Teruel no se creará hasta 1.174 por Alfonso II, el Casto, rey de Aragón, hijo de Ramón Berenguer IV y doña Petronila, pero esa, esa, es otra historia.

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