domingo, 25 de julio de 2010

Santiago y Ataulfo.


En este, nuestro país, nación, realidad socio-cultural, llamado España, en muchas ocasiones, las más, confundimos el culo con las temporas.
El laicismo del que hacen gala nuestros gobiernos, confunde tradición y cultura con otros conceptos.
Después de la estupidez de la ministra de Defensa con el tema de las misas en los actos castrenses o la procesión del Corpus en la Academia de Infantería de Toledo, el reivindicar la figura del apostol Santiago, como patrón de "Las Españas", es poco menos que "pecata minuta", una fruslería con lo que está cayendo y lo que queda por caer.


Pero siendo año santo compostelano y teniendo en cuenta la relevancia en la historia, la cultura y la tradición de este apóstol, no me resisto a reivindicar su festividad.



La festividad de Santiago, desapareció del calendario de festivos nacionales. Supongo entonces, que las nuevas generaciones y más si viven en los nacionalismo "excluyentes", conocerán de la figura de Santiago apostol y de su relevancia Hispana, casi, casi lo mismo que pueden saber del obispo San Ataulfo.

A mi nunca me parece de más el reivindicar la figura de Santiago y ya puestos pues comentemos algo del Obispo San Ataulfo.

En dos versiones:

PRIMERA:

"En palabras de los cronistas, era el obispo de Santiago, Ataúlfo, hombre "señalado en linaje, letra y santidad".
Habíale distinguido el rey Bermudo II con su confianza y a él recurría en demanda de consejo, cuando los negocios del Estado lo requerían.
Esta predilección real despertó celos en ciertos nobles gallegos que, conspirando contra él, enviaron emisarios al monarca para avisarle de que el prelado era de raza mora y de que mantenía secretas embajadas con ellos encaminadas a entregarles Galicia.
Pecó el rey de ingenuidad e irritado contra el arzobispo, que así pagaba su confianza en él depositada, le envió propio a caballo para que, en el plazo de una semana, compareciera en Oviedo.
Púsose el obispo en camino, olvidando sus mucho años y, tras cien penalidades, llegó una mañana a Oviedo. Entró en la basílica de San Salvador, asistió al rezo de las Horas y celebró la santa misa.
Supo el rey de la llegada del prelado y, dolido de que no hubiera ido directamente a Palacio, ordenó que dispusieran un toro bravo en la plaza de la basílica del Señor San Salvador para que arremetiera contra el prelado cuando saliera de sus rezos.
Encerraron, pués, el toro en la plaza y, cuando el mitrado salió del templo, con paso sereno y el rostro rebosante de paz, "el toro llegó al obispo humilde y tan manso que parecía le quería besar los pies"; asióle el obispo por los cuernos y quedóse con ellos en las manos. Revolvióse el animal, tornóse presto y fiero y arremetió con brio contra los calumniadores, encaminándose luego al campo.
Volvió el arzobispo Ataúlfo al templo, dio gracias a Dios por el prodigio y colocó los cuernos sobre el altar.
El rey, que había presenciado el espectáculo desde los balcones de su reál alcázar, supo entonces de la justicia divina y de la inocencia del virtuoso pastor de almas.
Aseveran los cronistas que "los cuernos estuvieron colgados mucho tiempo en la capilla mayor de esta iglesia, aunque ahora no hay noticia de ellos". "

SEGUNDA:

"Narrado por Acipilón.

Durante el siglo IX, las costumbres en el norte de la Península Ibérica no eran del todo ejemplares. Vivíamos una época impura llena de escándalos monásticos, esposas abandonadas y clérigos con concubinas.
Corría el rumor de que el obispo de Compostela, Ataulfo II, quería terminar con los abusos y restablecer la disciplina eclesiástica, aunque para ello tuviera que emplear mano dura, pero tal decisión no gustó nada a cuantos disfrutaban de tales alborotos.
Así pues, una fría tarde de invierno, mi compañero Cadón y yo mismo, Acipilón, recibimos la visita de varios clérigos rebeldes, que muy disgustados ante la intromisión del obispo compostelano, nos rogaron que nos personásemos ante el entonces rey de Asturias, Alfonso III el Magno.
Debíamos acusar a Ataulfo de conspirar contra su reinado y de andar en acuerdos con los moros para entregarles las tierras gallegas y así lo hicimos, porque tampoco nosotros queríamos ver reducidos nuestros privilegios. Y no fue tarea ardua convencer al rey, ya que entre sus pretensiones estaba la de terminar con todos los enemigos de su corona.
Presentose un día el citado obispo ante Alfonso III y no había terminado de mostrarle sus respetos cuando, fue llevado preso. Como todo traidor, su castigo sería abandonarle a su suerte ante un toro salvaje.
El día de autos, la plaza donde iba a tener lugar el acontecimiento se hallaba repleta de gente. Todos gritábamos entusiasmados y ansiosos por ver cómo la bestia acababa con aquella poderosa amenaza. Al salir la fiera al ruedo, embistió con carrera acelerada a Ataulfo, pero justo antes de rozar los ropajes del obispo y ante la atónita mirada de todos los presentes, el toro se paró en seco y bajó la cabeza sumisamente permitiendo que Ataulfo sujetara sus cuernos.
Arrepentido, comprendí que habíamos cometido un craso error pues, sin duda, aquel día quedó probada su inocencia.
Quiso la historia que estos hechos no cayeran en olvido, y que se inmortalizaran para siempre en un bello capitel del refectorio de la Catedral de Pamplona. "

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